lunes, 19 de diciembre de 2011

El Casino del Destino



Con un último beso, nos despedimos para siempre. Tomamos caminos diferentes luego de habernos dado cuenta que no éramos el uno para el otro. Abrí mi billetera, llena de recuerdos de nuestros días felices, y busqué aquella foto juntos que tantas veces me había acompañado en mi caminar. La miré con amor y odio, triste por saber que te estaba perdiendo, y confundido por no saberme explicar frente al charco de agua que estaba pisando cómo fue que todo comenzó a descarrilarse.
Resolví que sólo había un lugar a donde podía ir a esa hora; quería apostarlo todo, ver si la suerte estaba de mi lado o como siempre, saldría perdiendo. Llegué al Casino del Destino casi tambaleando entre dudas y acertijos, pensando que por primera vez las estadísticas de los libros de juego no iban a poder ayudarme. Le mostré la foto al guardia de seguridad y le conté mis motivos de querer entrar. Tan solo atinó a mirarme de reojo unos segundos y con un gesto macabro de desdicha, me asignó un lugar en la Ruleta de las decisiones imposibles. Tomé mi lugar con recelo, sabiendo que había llegado al final del trayecto y solo quedaba retarme a mi mismo, a mis miedos e incertidumbres.
El crupier anunció el principio de la ronda de apuestas y los doce jugadores de la mesa, incluido yo, comenzamos a temblar sabiendo que el momento de la verdad estaba por llegar. Saqué la foto nuevamente para apreciarla por última vez y cambiarla por lo que sería en pocos segundos la decisión más importante de mi vida. Los otros once repitieron el acto casi instintivamente, arrojando sobre el paño cartas arrugadas, anillos de compromiso, libros de poesía, flores marchitas y objetos personales inclasificables.
La pequeña bolita de esperanza bailó una eternidad sobre los dedos de aquel empleado antes de caer en la ruleta estrepitosamente, haciendo un ruido ensordecedor sobre el pleno silencio que había en cada uno de los que esperábamos el cese del movimiento y una respuesta certera sobre qué hacer con nuestro indescifrable pesar.
En el momento donde el casillero se detuvo en el veintiuno, toda la mesa estalló en gritos de alivio y galanteos en todas las direcciones. Todos festejaban, menos yo, y sin saber por qué.
Desganado, atiné a mirar al crupier en un gesto de vacilación, preguntándole con afonía que había sucedido. Él me devolvió el gesto, con un susurro casi inaudible: 

      -    Aquellos que ganaron, solo lo hicieron porque su decisión ya estaba tomada, ellos sentían cuál era su camino y conocían a la persona indicada para amar incondicionalmente el resto de su vida, aun sin ser correspondidos. No creas que la suerte no estuvo de tu lado esta vez, sólo tienes que seguir buscando a la razón que te haga volver a apostar. Cuando la encuentres, quizás no vas a necesitar siquiera tener que desafiar una decisión que en tu corazón sientas como correcta.

lunes, 14 de noviembre de 2011

Historias de café


La vio y le gustó inmediatamente. Todavía no la conocía y ya se imaginaba junto a ella. Se cruzaban tres veces por semana en el mismo café. Él, sentado cerca de la ventana con su infaltable paquete de cigarrillos, y ella, sentada en la otra punta con sus anteojos de marco negro, devorando libros de psicología. Su concentración en la lectura le daba la posibilidad a él de mirarla sin que se diera cuenta. Admiraba su pelo largo y ondulado que cubría sus hombros, siempre encogidos, y sus ojos que le daban tranquilidad y a la vez intriga. Sentía que guardaban miles de secretos que nadie había descubierto aún. Se llamaba Renata, como supo luego de indagar al dueño del café con una generosa propina de por medio. Luego de este hecho, todo comenzó a empeorar.
Los días en los cuales Renata no estaba, Pablo se sentía desolado, como si le faltase algo para poder llenar su día de alegría. Miraba por la ventana engañándose a sí mismo de que quizás aparecería, aunque sabía claramente de que ese día ella no iba a estar. Durante incontables semanas, la situación se repetía: ella llegaba a la misma hora, vestida de oficina, pedía un té con dos medialunas saladas y se sumergía en su libro de turno. Del otro lado se encontraba él, oculto entre el humo, muriéndose por conocerla.
Luego de unos meses, cometió un nuevo error: quiso escuchar su voz. Se la imaginaba dulce, relajada, con un tono suave y hasta romántico. El problema era no tener ninguna excusa para acercarse y hablarle. <<Podría decirle que si no le molesta me gustaría sentarme con ella>>, pensaba, <<o preguntarle algo del libro que está leyendo>>. Finalmente se decidió, y aquel lunes de noviembre fue el plazo que se puso a sí mismo para hacerlo. Llegó al café y esta vez no pidió nada. Con nervios agarró el diario y prendió el primero de los tantos cigarrillos que fumó ese día. Se acercaba la hora en que usualmente Renata llegaba, pero todavía no había señal de ella; quería conocerla a toda costa, sin importar lo que le dijera nadie. En su mente era la mujer ideal, introvertida, inteligente y pasional.
Luego de un rato la vio doblando la esquina, apareciendo a lo lejos desde la ventana que siempre le regalaba su primera imagen. Estaba empapada y se acercaba corriendo. Cruzó la calle con toda la ayuda que pudo obtener de sus zapatos para encontrarse parada frente a él, mirándolo con una sonrisa entre las gotas que caían de su pelo. Del otro lado la imagen de él, reflejándose a sí misma como un espejo, y sorprendido por el intercambio de miradas, pero con la decisión ya tomada de iniciar una conversación con ella.
Salió del café en busca del encuentro, de la excusa, del momento perfecto que había imaginado durante meses: poder conocerla. Antes de pronunciar su elaborado discurso, Renata habló:
- Discúlpame, no me conoces, pero siento que te amo. Espero que no te asusten mis palabras, pero he estado sentada queriendo conocerte desde hace mucho tiempo. Si tan solo me concedes unos momentos, te invito a tomar algo.
La negativa de Pablo se manifestó en una sonrisa nerviosa entre dientes y un simple movimiento de cabeza. Ella se quedó muda y se alejó con un caminar rápido, cruzando nuevamente la calle hacia un café distinto, y con la desilusión en la mirada de una mujer que sentía que había perdido al amor de su vida sin siquiera haberlo conocido. Él entró nuevamente al café, se sentó, y el dueño le alcanzó una lágrima que no recordaba haber pedido.

lunes, 31 de octubre de 2011

La Calle de la Angustia



Me encuentro nuevamente conmigo mismo, dirigiéndome hacia una calle que creí haber superado tiempo atrás, la Calle de la Angustia. Ésta solo admite a personas que tengan algún problema más grande que uno, y que sea imposible de resolver por cuenta propia. Comienzo a dar los primeros pasos, pero no logro pasar La Esquina de la Duda Existencial. ¿Realmente estoy haciendo lo correcto, o me estoy equivocando? Parado sobre la cornisa, me veo a mí mismo, más joven, en La Vereda del Pasado.
-          ¿Qué es lo que quieres lograr esta vez? Luego de tanto tiempo has vuelto al mismo lugar. Me dejaste crecer en tu interior cargado de tristeza sin razón; No creas que es tan fácil, esta vez te será más difícil llegar.
Cada movimiento se hace eterno, cada segundo es una vida. Estoy pasando por La Avenida del Tiempo sin Tiempos, donde he estado atrapado incontables veces, sin saber qué hacer. Este trayecto lo he tenido que transitar en otros momentos, pero ahora es distinto: estoy solo, me has dejado. Haber pensado que eras para mí y que te hayas ido es lo peor que me pudo haber pasado.
Apareces al costado del camino, sentada sobre la esquina que cruza El Paseo de la Eterna Decepción, una rotonda peligrosa para aquellos que tuvieron el corazón lleno de ilusión. Te paras y te diriges hacia mí. Me miras de una manera que nunca lo hiciste, con calidez y tranquilidad, con tus manos sobre las mías y me acompañas en mi caminar. Comienzo a llorar y te pregunto por qué lo hiciste, porqué te alejaste de mi. Me doy cuenta que a pocos metros atraviesa El Río de los Lamentos, que sólo se puede cruzar pasando por El Puente de la Culpa. Siento que te he fallado, que no he podido amarte como quisiste, como necesitabas, como esperabas de mí.
Nuestro último momento juntos quedó marcado en El Pasaje de la Cruda Verdad. No puedes responder. No tienes palabras que lo puedan explicar. Solo me acerco para rozar tus labios y sigo mi camino. No sé por qué lo hiciste, y tal vez nunca lo sabré. Quizás por eso me di cuenta que en ese momento llegué a  La Calle de la Angustia, ya que ésta no admite sentimiento distinto que la desolación cuando una persona renuncia a la posibilidad de ser feliz. 

lunes, 24 de octubre de 2011

El último baile



Otra vez nos volvemos a encontrar. Hacía tiempo que no te veía.
No, no me estuve escapando, simplemente no quería estar cerca de ti.
Mis mentiras se reflejan en vos, y todo lo que hago nunca te es suficiente. Ya no puedo mirarte a los ojos como antes, siento que te traicioné, y que me buscás constantemente para decirme cosas que no quiero percibir a tu manera. Estoy perdido, lo sé, y también sé que es mi culpa, pero siento que siempre debo probarme frente a ti, y la presión por tomar la decisión correcta provoca que me haya alejado.
Ahora vuelvo solo para decirte que ya no buscaré tu aceptación. Nunca más buscaré tus consejos. A partir de este momento nuestros caminos serán distintos; espero que este sea el fin. Verte así es simplemente demasiado para mí.
Adiós, querido espejo.

Pequeña muerte



La puerta ya no abre de par en par, no se escuchan los pasos que suben la escalera. Del otro lado, el humo de cientos de cigarrillos cubren las paredes llenas de fotografías de recuerdos aun no olvidados. Hace meses no se abren las ventanas, no se llena la habitación de luz; todo es oscuro, todo es indiferente.
Un plato con restos de comida, una copa de vino vacía y papeles escritos tirados por el suelo haciendo el collage perfecto de la desesperación.
El frío en las sabanas, la almohada empapada en lágrimas, y el costado de la pared resquebrajado por la humedad de las cosas inevitables. De fondo, suenan canciones de amores no correspondidos.
Debería levantarme. Debería salir. Debería.
La llamo “pequeña muerte”. Pienso que tendría que haber sido más trágico.