Firmo el tratado de paz con ganas
de terminar esta cruel guerra entre nosotros, y me escapo hacia los límites de
mi propia compresión de los hechos sintiéndome derrotado, cansado de pelear en
absurdos. Todavía es pronto para determinar quién se llevó la mejor parte de la
porción, creo que ninguno supo qué hacer con tanto. Bajo mis armas de palabras
y las destruyo en una carta de amor sin sentido, escribo tu nombre sin nombrarte,
y prendo fuego a mis plegarias. Camino por la ciudad sin rumbo, por donde
alguna vez fue nuestro hermoso campo de batalla, repleto de casas vacías,
plazas sin naturaleza, recuerdos de viejas épocas. Se siente en el aire una
densa bruma de desdicha con aroma a fracaso, con toques de desgracia y
fatalidad.
Llego a la frontera de nuestros
cuerpos y te entrego mi bandera. Me rindo solemnemente ante tus labios y sello
con un roce perfecto la eternidad de mis pasiones expuestas ante la multitud.
Doy media vuelta, cubro mis ojos con la seda cortada de nuestros abrigos de
frío, y camino diez pasos esperando mi capitulación.
Sigo sin comprender cómo no
siento el placer de tus balas cuando volteo para sentirte por última vez. El
rifle en tus manos no tiembla tanto como tus soldados, aquellos disfrazados de
momentos que pelearon hasta el final por algo distinto. Las flores de la
memoria me alcanzan desprevenido, los disparos suenan a corta distancia,
penetran mi espalda y llegan al corazón. Como pétalos de rosa, caen sin decidir
si me quieren o no me quieren lastimar. Sólo cuando entreveo desnudo tu
incontrolable deseo de dejarme seguir respirando, es que lo comprendo. La
muerte de un amor es seguir viviendo, pero sin vida.
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